"Art for Art's shake"

El olor de un libro viejo. Viajar. Teatro. Las sonrisas de madrugada.

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El olor de un libro viejo. Viajar. Teatro. Las sonrisas de madrugada.

19 de mayo de 2012

En la ciudad del viento.






Amaneció sábado cerrado. Nubes grises atrapadas en los picos del Monte Victoria y del Monte Cook. Sin ninguna intención de moverse. Desayuné café caliente, tostadas con mermelada y así como embobada perdí la mirada en la luz triste que atravesaba el cristal del salón. Vi empezar llover y el cielo, como en cuestión de segundos, se cerró.
En un estado de precosnciencia post despertante, las neuronas hicieron el esfuerzo de conectar las ideas alojadas en la parte de atrás del cerebro. Me decido. Saldría de casa e iría al Te Papa. Aún muchas cosas por absorber en ese museo de tropecientas plantas.
Reyes maoris, primeros asentamientos en Aotearoa, iwis, canoas. Documentos originales. El tratado de Waitangi. Consigo entender mejor algunas partes más de su rico bagaje cultural. Descubro que los hórreos gallegos son primos lejanos de unas chabolas maoris usadas para almacenar trigo y demás comida. Me sumerjo en la marae, descalza y vibraciones de antecesores maorís envuelven el interior del cuerpo formando sus vísceras con nuestros cuerpos, con nuestra carne invasora. Tocamos con calma entre los dedos la greenstone. Nacida por la erosión de las rocas. Piedra sagrada que trae suerte cuando la recibes como un regalo, al contrario de lo que ocurre cuando la adquieres para ti mismo.

Sintiendo las rodillas flojear, las dejé llevarme por el paseo marítimo a su antojo, y en el vaivén del viento y la lluvia, y de la lluvia imantada por el viento del poniente, y el frío de las olas del mar de Tasmania que venía de parranda con las de su sabio tío mayor el océano Pacífico; en el vaivén de las maderas que separaban mi cuerpo del azul salado, entré buscando refugio del temporal a un mercadillo de artesanía que tiene lugar cada sábado en el frente del agua. Saludo a Zoe, que parece divertida de verme fuera de clase. Yo le sonrío y me siento un poco inquieta. “Aún incapaz“, pienso. Aún insegura. “con tanto como llevas a tus espaldas, y aún te siguen temblando las piernecinas!” El cansancio… eso es. Estaba cansada de toda la semana de trabajo, de los terremotos con los que lidio cada día durante cinco horas que, como muy bien mi tía define a este tipo de especie, son chupópteros. Acaban hasta con el más insignificante mililitro de energía que me raciono para cada día. Y luego tengo que pedalear con la reserva hasta Newtown. Y me lleva cuarenta y cinco minutos y dos salidas de la cadena. Estaba jodidamente cansada aquel sábado, y realmente lo que más me apetecía hacer era tumbarme y no hacer absolutamente nada que requiriese algún tipo de esfuerzo físico por mi parte. Sin embargo, el espíritu inquieto, o tal vez la mentalidad europea que hemos bienheredado de aprovechar el tiempo a cada latido, me había conducido hasta aquel mercado, hasta Zoe, hasta aquellos collares de símbolos maorís.

Cruzo la esquina. Miro al fondo del parking transformado aquel sábado en mercado y algo parecido a una bicicleta con alforjas enormes y un molinillo de viento de colores capta mi atención. De repente vuelvo a la tierra. Focalizo la mirada, me aproximo lenta pero curiosamente hacia aquello y resulta que reconozco al ser humano cuya extensión se llama ‘Karma’. Viste con ropa de montaña: buenas botas, chaqueta impermeable azul, pantalones vaskitos y pelo ya canoso, rizado y un tanto enmarañado larguito. Salté literalmente sobre él.
Álvaro Neil.

¡El biciclown!
Viajando con un mapamundi en su mochila, con destino al más puro de los caminos, con propósito de sacarle la sonrisa hasta a las estrellas. Nariz roja en lugares donde las palabras diversión y alegría no existen en su vocabulario. Campos de refugiados en Camboya, pueblos en Japón tras el gran tsunami de hace unos años… Álvaro inspira.
Yo lo había visto en hispania meses antes de viajar a Wellington, en Callejeros Viajeros o algún otro programa parecido. Recuerdo que me tocó mucho su historia, y esa sonrisa de dientes blancos se quedó grabada en mi memoria visual. Me cuenta Álvaro que ahora para por Aotearoa con ‘karma’. Desde Septiembre recorren juntos estas tierras de leyendas vírgenes y naturaleza salvaje. De paisajes inhóspitos y gentes con luz.
Compartimos una emocionante charla, le compro por diez dólares más el documental que estaba vendiendo en el mercadillo de aquel sábado y le ofrezco mi casa para dormir si lo necesitara en cualquier ocasión. Nos cuenta que ha conocido al asesor de educación de España en Nueva Zelanda, Pablo. Al que iba a conocer a la semana siguiente yo en persona. La humildad reencarnada con los pies en la tierra es este asturiano. La persona menos perdida que probablemente haya conocido. Sabe a dónde va, y se deja llevar por el camino. Sin prisa. No tiene prisa por hacerlo. Duerme ciento ochenta y nueve noches al año a la intemperie. Viaja con una cocinita y me cuenta que come mucho arroz y mucho atún. Que hace algún dinero de sus cuatro libros que ha escrito y estos últimos años del documental que justo le acababa de comprar. Me engancha. Me cautiva su mirada, su sonrisa segura pero inocente, divertida, guasona. Libre. Increíblemente libre.

Afuera seguía lloviendo. Lo dejé acabar de vender sus últimos documentales en aquel mercado no sin antes haber quedado para aquel próximo domingo en el festival que iba a tener lugar en Newtown. Donde yo vivo. Miré atrás a la vez que caminaba, distraída, sonreí y presentí que no tardaríamos en volvernos a cruzar.

Despejó el domingo. El sol nos quiso regalar su calor. Álvaro estaba de nuevo en la calle. Lo encontré hablando con dos chicas españolas y un chico que viajaban en caravana por Nueva Zelanda y le habían reconocido. Le ofrezco mi casa y acepta. Lo habían acogido la noche anterior en Island Bay, precioso tanto  como ventoso. Lo pasó mal para llegar porque el osado záfiro le arrebató la bandera asturiana que orgullosamente preside ‘Karma’, cosida a mano por una asociación de Oviedo que se la manda pulcramente cada tanto a Álvaro.

Setenta y cinco kilos él.
Setenta y cinco kilos Karma.

Juntos subieron la empinada colina que llega al ciento tres A de Coromandel Street. Está todo en la cabeza, me dijo a la par que me miraba y pedaleaba.

Una semana después.. alguien desde Francia se sorprende por esta historia y me afirma nostálgicamente lo “pequeño que es el mundo”. Había leído uno de sus libros. Específicamente el de África.

Y yo...me pierdo vagando en marejadas de pensamientos.. “Cuanto más conocemos.. más viajamos.. más pequeño.. y más grande se va haciendo el mundo.. crece en nosotras y con nosotras.. dando forma a un microcosmos de caminos que se parecen y que, no sin razón alguna, coinciden. un tiempo. Unos segundos. Un café solo. Toda una vida. Tal vez. Este mundo se busca a sí mi mismo. Se retroalimenta de espíritus capaces de arrancar alegría de la tierra baldía…”

Vuelvo con palabras  amables. Son ya de las pocas cosas que me incitan a crear y recrearme en situaciones…

“Lo he leído como siete veces y no me puede gustar más. sigue creciendo, eres ya tan grande...”


Deja de pensar ya, Carla. Es catorce de marzo.